</p> Hussein respondió: “?Por Alah, oh mi due?o! Tu hospitalidad es gran-de ciertamente, pero ?cómo puedo aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazo-nados con sal y de no probar jamás ese condimento?” Alí Babá, respon-dió: “No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimen-tos serán preparados sin sal ni nada parecido.” Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa. Rápidamente corrió a preve-nir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morga-na, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la sal, no sa-biendo a qué atribuir un deseo tan extra?o comenzó a reflexionar so-bre el asunto, pero no olvidó preve-nir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su due?o Alí Babá..
5 m- ~0 H$ S, _+ ?1 o Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuan-do echaba una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.- z- ~7 [$ h+ Z% t- A+ o
Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su due?o conversar a gusto con su invitado. Al cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada co-mo una danzarina: la frente adorna-da con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ce?ido con un cinturón de mallas de oro, y brazale-tes de oro con cascabeles en las mu-?ecas y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el pu?al de em-pu?adura de jade y larga hoja que sirve para acompa?ar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamo-rada, ya tan grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medi-dos, erguida y con los senos enhies-tos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano dere-cha, a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompa?ando los pasos de la esclava.
7 W# j2 i X6 W- B Cuando Morgana llegó ante su due?o, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se vol-vió hacia el joven Abdalá y le hi-zo una ligera se?a. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pa-jaro, todos los pasos imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina de profe-sión. Danzó como sólo pudo ha-cerlo ante Seúl, sombrío y triste, Da-vid, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pa?uelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los grie-gos, de los etíopes, de los persas y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.5 |' y. c$ |8 }, T( r. N: F" m
Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su due?o, el hijo de su due?o y el del mercader invitado de su amo cesaron de latir y la con-templaron con ojos arrobados. En-tonces, comenzó la danza del pu?al; en efecto, sacando de improviso el pu?al de su funda de plata, ondu-lante por su gracia y actitudes, dan-zó al ritmo acelerado del tambor, con el pu?al amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas invisibles.. p7 ^. X$ h) Z/ F3 A
La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo pa-recía estar el corazón, de la danza-rina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más lento y le atenuó su re-doble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.9 t- i! o& ]' p2 p* O
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La joven se volvió hacia el es-clavo Abdalá, quien a una nueva se?á, le arrojó el tambor que ella atrapó al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectado-res, según la costumbre de las bai-larinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un princi-pio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un di-nar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una profunda re-verencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al hués-ped a quien no le gustaba la sal. Hussein tiró de su bolsa y se dispo-nía a sacar algún dinero para aque-lla bailarina codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retroce-dido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el pu?al que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lan-zaron hacia Morgana, que tembloro-sa por la emoción, limpiaba su pu-?al en el velo de seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: “?Oh amos míos! ?Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar al jefe de vuestros enemi-gos! ?Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!” |