??Santa María!?, cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra.
0 j" r6 {/ z5 a6 ]+ ~# |6 ` Era la iglesia de Santa Magdalena.
# v: M- K4 W" D' [ Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pa?uelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios.' V. v0 {- j* m- I* d7 M2 K r( V& P
La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.
* S8 Q) Z x: V& U7 p7 B La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás se?oras de alta cuna y opulenta familia. ?Serían todas, como ella, hijas del deseo?4 D+ ?& a. x# e3 S
Se oyó un suspiro, hondo y doloroso. ?Vino de un confesionario o del pecho de la dríade? ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo.8 G+ a9 a7 C& [6 I+ z
?Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.
# A: v& H5 v3 a, Z Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. ?Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió?.
( O: u2 v3 P# x" p5 Z6 T# `$ O Alguien pronunció estas palabras.
5 _, B* q* f4 k4 i& K9 z. T Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir.
( v# v, S% e# y+ b Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,( x Q# \; W$ p- V4 N1 p
-?Tengo miedo! -exclamó una de las se?oras que allí estaban-. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ?Quédate conmigo!
8 z% P+ k0 }0 L B7 ` -?Volvernos a casa? -protestó el marido-. ?Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre?
8 ?; Q" i ?% J% Q# c! B -?Yo no bajo! -fue la respuesta.
) N( L: R3 y# x$ B, W- w -La maravilla de nuestra época -habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió.
! z: E+ s7 B6 |* H& x0 l La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra.
. d1 s; C& L: v$ U Se hallaron en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empa?ado; se leían los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red de las ca?erías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ?Dónde se había metido la dríade? |